Existe una casa al sur de la ciudad. Es una de esas casas que parecen perdidas en el tiempo. Tiene las paredes altas, el techo de ladrillos y barrotes de madera. Tres habitaciones que podrían albergar una familia en cada una de ellas, un comedor donde se han sentado a almorzar veinte personas a la vez, y quizás más. Posee un aljibe en el patio. Ya no existen los aljibe en la ciudad, ya nadie los necesita. También tiene una madreselva centenaria, bordeando la pared oeste y una planta de higo que juega a no desaparecer. Un horno de barro al fondo, bien al fondo del patio, donde las tortas y las facturas se cocían cada madrugada. Una vieja galería con macetas por doquier, una cocina de hierro antigua, donde el fuego no se ha apagado jamás y una salamandra de quién sabe cuántos años. La casa tiene una voz propia que se desprende del interior y contagia vida por los alrededores. Allí no existe el tiempo. Allí nací. Mis abuelos me cantaron y mis tíos me dieron más de lo que nunca han tenido. Allí dí mis primeros pasos el mismo día que nació mi hermana. Allí tuve mi primera lección de alemán en la falda de mi amada y entrañable nona Rosa. Mi primera bicicleta la recibí una navidad, cuando tenía cuatro años. Mi niñez transcurrió y se quedó en esa casa. Viví allí más tiempo que en la casa de mis padres. Las paredes están impregnadas del perfume dulce y tibio de mi niñez. Los cuartos están atiborrados de recuerdos. Allí, en esa casa donde nací descubrí el cielo, lleno de estrellas, una noche inolvidable, de la mano de María, la tía que más he amado y amaré. Allí aprendí a jugar envuelta en mi propia soledad y allí mismo me enamoré del silencio una siesta en la que todos dormían.
La casa aún posee los cuartos, las paredes, las impresiones, los recuerdos pero ya no me pertenece. La casa aún está de pie pero ya no queda nadie ni nada. Mis abuelos y mi tía se han ido, partieron a ocupar las estrellas que les correspondían y que ahora me guían. Los muebles tuve que mudarlos yo misma.
Ayer, otro día triste para apuntar al almanaque de mis tristezas, vendí la casa donde nací. Y se siente como el peor de todos los desarraigos. Verán, y perdonen tanta tristeza, aquella antigua casa, era MI casa. Los recuerdos más hermosos, fueron creados en esa casa. Mi mundo era un lugar feliz en aquella casa. Mi universo privado siempre estuvo en equilibrio porque sabía que podía volver allí cuando quisiera y encontrarme conmigo misma en aquella casa. Pero hoy, ya no me pertenece. Hoy estoy tan triste..es que ayer me despedí para siempre de la casa donde nací...
2 comentarios:
hermoso Vane, siempre duele el desarraigo, pero siempre tendra un lugar en tu corazon !
Gracias Pat...sin dudas que así será...Beso...
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