Conduje toda la noche, me amarré al silencio de saber que llegaría para no dormir. Necesitaba acampar a orillas de algún sol. Fueron largas horas, la mirada hipnotizada en un sendero vacío. La luna siempre persiguiéndome. Custodiando las imágenes, los sueños partidos, y acechando los malos pensamientos. Hacía tiempo que andaba sin ganas de mirar, con los brazos caídos de tanto suplicar y necesitaba de una soledad buscada. Hacía tiempo que no me podía ver en un espejo siniestro. Hacía tiempo que no hallaba la perpetua armonía entre el alma y la realidad.
Viajé al norte, donde la altura te muestra la grandeza del firmamento, donde el aire es verde y las calles son azules. Vacilé con cierta conciencia al llegar. Supuse que la sensación de abandono se quedaría atrás, que no podría alcanzarme y me equivoqué por enésima vez. Ya estaba acostumbrada al misterio de buscar y no hallar en las miradas lo que necesitaba para besar la realidad. Divagué por los rincones, entre sombras de gigantes custodios sin más dignidad que la postura cruel de no poder cambiar por sí mismos. La libertad me encontró a oscuras en mitad del día.
Nunca entendí muy bien al destino. Nunca supe si creer en él o inventarme una mentira para escaparme. Y en una persona hallé la verdad. Su nombre es Blas y se apellida Mereles. Tiene la mirada calma de quien siempre ha hablado con la verdad. Lleva en el rostro las marcas de haber amado y haber entendido que el amor no pasa por uno sino por dos. Conserva en las manos una memoria intacta que se palpa a simple vista y su voz es un río caudaloso que baja por los cerros y se hace lugar entre la selva...
Me enamoré de Blas la mañana mágica en la que lo conocí. En sólo unos minutos desnudó mi alma como si hubiera estado siempre a su lado. Convenció al mismísimo olvido de que no sería nadie sin nuestras memorias errantes. Disolvió las distancias, las contrajo hasta caber en un puño. Convirtió mi silencio en el consejero que no recordaba. Y yo lo amé porque descubrí en su mirada mi verdad.
Me fui de viaje para hallarme. Subí al norte para buscar mi extraviada calma. Conocí a una persona increíblemente joven, a pesar de llevar en las espaldas 41 pares de septiembres, y lo amé en sólo un segundo, ese segundo que tarda uno en pestañear, ese segundo que esperás toda la vida para cambiar. Regresé a la llanura existencia de saber que, si bien habitábamos el mismo espacio, soñábamos en diferentes rincones...y sonreí...al fin sonreí...
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