miércoles, 9 de marzo de 2011

La ciudad de lo inevitable

La noche aún no caía, sin embargo estaba oscuro. Se supone que los domingos no llueva, ya son aburridos por el simple hecho de ser domingos, pero llovió. Sin avisarme, mi Dios se largó a llorar, dejándome a la deriva. Llovió para que algunas lágrimas resuciten, aunque en realidad, no estaban muertas, sólo adormecidas en un rincón del atardecer. Resultó imposible observar cómo muere el sol a orillas del infinito. Hoy no debía llover pero no lo pude evitar.
Caminé a tientas por el laberinto de calles y casas sin descubrir en qué esquina girar. No encontraba nada que me dijera dónde estaba. Mientras andaba sin reconocer los colores, cruzaba sombras, espectros que intentaban acompañarme. Les pregunté por lugares, direcciones, viejos recuerdos, pero me mentían y se olvidaban se sus mentiras. Mostraban una sonrisa y al desaparecer, se les veía una mueca de desagrado. Reinaba la hipocresía sobre la ciudad de lo inevitable.
Traté de escapar persiguiendo al sol, no pude. Era inevitable, estaba nublado. Entonces opté por caminar despacio hasta que vislumbré dos posibles salidas. Había una esquina que desembocaba en la calma y sentada en un cordón me esperaba la soledad. No era exactamente lo que necesitaba. En la otra divicé un cartel que decía: "Esperanza" pero allí había una hilera de silencios esperándome. Ésta tampoco me sedujo demasiado, así que preferí seguir caminando.
Me deslicé por un bulevar. Estaba lleno de utopías. Las perseguí desesperada pero claro, no las alcancé, seguían delante de mi, corriendo igual que yo, y obviamente era inevitable que así sea.
Una ilusión me sonrió, quise alcanzarla, tomarla de la mano, sólo que dobló al norte y fue devorada por el desencanto. Hubiera querido evitarlo, pero no pude.
Me detuve a pensar bajo un árbol. Sus brazos me protegieron del llanto de Dios y fue lo único que no deseé evitar. Cerré mis ojos y sentí sus ramas a mi alrededor. Cuando alcé la mirada, vi de la mano al rencor y al sufrimiento. Fueron juntos hasta la plaza, allí se despidieron y no los volví a ver. Me levanté, mis piernas estaban cansadas y no me importó, porque debía seguir andando hasta hallar algo familiar. De un pestañear me topé con un perdido perdón que simplemente, me ignoró y se fue.
Seguí caminando. Llegué hasta una callecita angosta y una duda se me cruzó: "¿sería de día todavía o ya habría nacido la noche?". Quise saber la hora, miré el reloj y éste se había quedado dormido. Quizás se cansó de tantas idas y vueltas. Quizás se aburrió de hacer siempre lo mismo. Por un momento me sentí desorientada, me perturbaron ciertos miedos que gritaban en mis oídos. De un manotazo los espanté. Respiré profundo y traté de salir de aquel camino. La casualidad creo, no lo sé, tal vez fue la causalidad, apareció y me mostró un claro, un claro de luna. Ya era de noche y el cielo se había despejado. Lamenté no haber podido disfrutar del ocaso pero fue inevitable.
En un instante, sin darme cuenta, la paz me abrazó. Con un suspiro me regaló la calma. También mi miró el cansancio y me dejé llevar.
Desperté con la luz y el sonido de la mañana. Entré en un callejón sin salida. Allí me tropecé con la mediocridad, el conformismo y la mentira. Los usé para llegar al final y contra la pared descubrí a unos ideales, parecían cansados, moribundos. No pude hacer nada. Los dejé ahí y volví. Hice un par de pasos y me topé con el llanto. Por suerte, el consuelo llegó, salvador, con un hilo del viento.
Seguí y seguí andando. Me alimenté de algunos recuerdos y bebí un poco de olvido. Luego, bajo la sombra de una amistad me pareció ver a una vieja conocida, la sinceridad, pero creo que la vista me engañó. Supongo que debo agudizar este sentido. El engaño le sonrió a la burla y después se alejó. Lo seguí y me llevó hasta la tristeza. Junto a ella me detuve. Estaba realmente cansada y yo no lo comprendía. Me quedé un rato en sus brazos y seguí viaje.
Sentados en una vereda, unos ángeles. Querían volar pero el viento no los ayudaba. Estaban acobardados. Decidí prestarles un suspiro, supuse que algún otro día me lo devolverían, aunque sinceramente, no esperaba nada.
A lo lejos, al borde de la felicidad, logre ver al amor. Estaba esperándome. En algún rincón del alma sabía que siempre esperaría allí, así que no apuré mis pasos. Esto ya era inevitable. Desesperada, casi nerviosa, a un instante de darme por vencida, a punto de explotar, la paciencia apareció justo sobre mi, en el firmamento. Y descubrí lo inmensa que era.
A cien metros me choqué con la verdad, tal vez la verdad me chocó. Hizo una reverencia y me mostró el final del laberinto. Lo comprendí todo. Debí recorrerlo, conocerlo de memoria para hallar la salida. Para hallar la verdad, la salida es la verdad...

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