Existía una realidad que me estaba golpeando y yo siempre ausente. El cielo no era digno de mi mirada, recuerdo que esa noche había luna llena, y la luna llena opaca el brillo de las estrellas. Recuerdo que sonreí con ironía como si en algún punto del universo alguien me estuviera observando.
La ciudad dormía, ni los fantasmas que anidan en las avenidas deseaban aparecer. Fue una noche de abril. Y el aire de abril es diferente. Después de las repetidas lluvias de marzo con la llegada del otoño, es como si todo fuera nuevo o recién lavado. La humedad flota en el aire como burbuja de ensueño, y el frío hace sus primeras apariciones. Esa noche hacía frío. Yo llevaba mi desteñida campera marrón de corderoy con su bolsillo descocido. Hacía tres años que se me había roto. Lo arreglé y se volvió a romper. Supongo que algunas cosas no deben arreglarse y así lo dejé…
Yo estaba sentado a orillas de una vereda, sin testigos, con una botellita de cerveza en la mano, lo veo a José acercarse caminando con toda la parsimonia característica en él. Lo miro, lo saludo y descubro que no es el mismo José de la noche anterior cuando comimos en lo del Gordo. Tiene una especie de brillo en la mirada, digo especie pues jamás vi sus ojos brillar, no por nada, al menos. Y me imaginé que algo se traía bajo el poncho, como solía decir mi abuelo.
Así fue. Me abrazó, sonría. Yo no hice más que mirarlo, no entendía nada.
-Hermano, me voy –dijo con una sonrisa en los labios. Descubrí que acá no está lo que estoy buscando.
-Pero a dónde vas a ir, José –le recriminé, bajando la mirada-.
-Me voy a deambular las desprolijas rutas de mi país.
-No te hagas el poeta ahora, por favor te lo pido, no seas tan soñador che, te vas a golpear tan fuerte que no sabrás cómo carajos levantarte. Dale, dejate de tonterías, decime, ¿para donde vas?-y lo quedé mirando fijo a los ojos. Lamentablemte descubrí que me estaba diciendo la verdad.
-Sólo porque sos mi amigo y te quiero, no te rompo la cara –me dijo y se pegó la vuelta.
Yo no sabía qué hacer, me estaba diciendo que se iba, quizás necesitaba consuelo y eligió irse ya que nadie supo dárselo. Quizás estaba huyendo del mundo que lo obligaba a ser como todos. Corrí para alcanzarlo.
-Hey José, esperá un segundo che, pará, perdoname, pará, vení para acá, hablemos, hermano –le gritaba mientras lo alcanzaba.
-No, no, está bien, ya sé que nadie me entiende en este puto agujero –me dijo mientras seguía caminado. Y yo caminando detrás, persiguiéndolo, mientras gritaba:
-Pero José, escuchame, qué locura es esa de dejar todo, en realidad, no es todo, es lo poco que conseguiste por ir detrás de un sueño, más que sueño, una idea? no lo entiendo, no podría dejar nada, ni siquiera mi viejo cenicero para ver qué hay más allá del horizonte. Ahí estaba la diferencia, yo no podía pero él si.
Después de varios metros, pude alcanzarlo. Le pedí perdón de todas las maneras que conocía. Finalmente se detuvo justo en mitad de una cuadra. De unos cables grises colgaba un foco que ya casi no iluminaba, parecía como si la monotonía lo hubiera aburrido. José sólo llevaba una mochila de esas de viajero, la gorra negra que le había regalo para su cumpleaños, los mismos pantalones gastados de hace décadas y cargaba con una ilusión en la mirada que no pude esquivar.
Antes de dejarme pronunciar otra palabra, él me dijo:
-Mirá, te lo voy a explicar de esta manera, espero que tengas suficiente memoria para recordar y decirme si me equivoco, ¿está? Siempre estuve esperando, hoy me cansé de esperar. Cada vez que encuentro en mi memoria alguna vieja canción, esta me recuerda que estoy perdiendo mí tiempo, mi escaso tiempo sobre esta tierra. Siempre me dediqué a buscar más de lo que podría haber hallado en un millón de años. No me estoy quejando de nada, te cuento para ver si me entendés. Busqué y busqué, y quizás busqué en los lugares incorrectos. Miré cientos de veces el infinito, buscando a Dios, y luego simplemente lo hallé en una mirada tan tierna como aterradora, la mirada de quien necesita consuelo pero que es capaz de hacer cualquier cosa. Vacilé al ver lágrimas en los rostros de espectros llamándome, temí más por mi cordura inalterable que por mi desorientada esperanza, vacilé y no logré nada, salvo algunos reproches que no me ayudaron a creer. Busqué fuerzas en momentos de flaqueza hasta debajo del atardecer, me volví loco tratando de hallar la manera de seguir, la descubrí, mi alma la descubrió armándome de paciencia para no caer, pero no hallé las fuerzas necesarias para escapar de tantos tormentos, seguí divagando por el mundo de las letras y deambulando por el de los sueños, y casi nunca los pude unir. Busqué piedad para los mares de mis tristezas, busqué consuelo, sin saber qué hallaría realmente, perseguí lunas incansablemente hasta desmoronarme de cansancio. Pero era muy pronto para caer, para flaquear. Tenía tantas cosas que resolver aún, tengo. Busqué el amor sin apurarme, sabía que tenía todo el tiempo del mundo, como quien dice, para encontrarlo.
Aunque lo haya encontrado y perdido. Busqué en las miradas de las personas el brillo que necesitaba encontrar para no perderme, en cierto tarde de marzo hallé esa luz capaz de iluminarme el alma, pero también la perdí. Varios años después supongo y creo entender que fue mejor así. A veces el destino juega una especie de acertijos, nos pregunta, nos distrae, nos hace pensar en un millón de cosas antes de dar con lo correcto. Es cierto que me sentí triste por algún tiempo, hay que reconocer el dolor, quien no admite sufrir terminará creyendo que son todos unos ignorantes. (Y la ignorancia es sólo falta de conocimiento, no es como la indiferencia). Sufrí, sí, es cierto, pero ahora entiendo que mi alma se fortaleció, ahora mi alma, puede afrontar la ausencia de ese brillo de una sola mirada, porque ahora sé que hay millones de otras mirandas esperando por ser descubiertas. Estás son las razones que me llevaron a tomar esta decisión, inesperada, tal vez, no tengo más para decirte que esto. Espero que lo hayas entendido.
Me quedé unos minutos en silencio, tratando de obtener una respuesta, inventando algún pretexto para convencerlo de que no partiera. Y no pude. Cada palabra, cada frase era cierta, a la manera de José era cierta.
Entonces, sin más para pensar le dije:
-Claro hermano que te entiendo, y sí, tenés razón, no te equivocás. Y lo abracé, no sabía en qué lugar o tiempo volvería a encontrar a este amigo que partía en busca de algo que le faltaba y que no sabía qué era.
Quizás necesitaba vaciarse, quizás fue en busca de lo que le sobraba porqué sé que todas estas razones no son las únicas. Pero ahora que sé cuándo tomó esta decisión, ahora lo entiendo, y creo suponer que de haberme pasado a mi, yo hubiera hecho lo mismo. De pronto un día, lo cotidiano se tornó costumbre. Y la costumbre en rutina sin escrúpulos. Desde la primera mirada supo que no había nacido para ver el mundo con los mismos ojos que el resto de la gente, supo que no podría caminar con la misma misión todos los días. Lo supo pero se le olvidó. El crecer de un salto lo hizo perder aquella hermosa visión, aquella singular mirada del mundo. No tuvo otra alternativa, tuvo que crecer pero el salto lo llevó a la deriva. Y amaneció en una ciudad llena de brillantes luces pero sin alma. Despertó de esa aletargada pesadilla desprovisto de sueños. Sintió que estuvo caminando a tientas como un ciego involuntario hasta que un buen día, un bendito vidrio de una ventana en ruinas le gritó mil preguntas al vacío. Miró a través de él convencido de que había alguien más del otro lado pero no fue así. Era el mismo al que miraba, era suya la imagen reflejada. Ese no podía ser él. No podía ser eso que aparecía ahí. ¿Cuánto tiempo pasó desde la última vez que miró un espejo? ¿Tanto tiempo pasó? Ese no era él. ¿Desde cuándo no tenía sonrisa? ¿Desde cuándo no tenía mirada? ¿Desde cuándo no brillaba su mirada? No había alma allí. ¿Dónde quedó su alma? La ciudad se la devoró. No había nadie detrás de esa mirada. No aparecía en el espejo, era un simple no reflejo. Buscó por cada facción de su antiguo rostro, ese que él recordaba, pero ya no estaba, ya no existía aquel rostro. De pronto, la noche lo acarició, sintió un escalofrío que no lo provocó el viento sino esa nefasta afirmación, no había nadie en el espejo. Preferiría haber hallado una sombra o un trozo del silencio antes que ese vacío. Y entonces, como si la verdad hubiera estado siempre al alcance de las manos, entendió que debía salir de esa ciudad, debía encontrar su verdadero reflejo en el vidrio.
Ese día él partió en busca de lo que no encontraba en esta ciudad que nos tocaba habitar, la cuál, cabe rescatar, no siempre habitábamos.
Años atrás, cuando las luces del techo iluminaban en lugar de molestar, José fue peregrino de esta ciudad, que no es tan pequeña como parece. Conoció sus rincones, supo de sus secretos. En ocasiones llegué a imaginar que ella le hablaba cuando todos dormían, y él la escuchaba cuando el bullicio se rendía. Los árboles le preguntaban por qué caminaba por las penumbras, y mi querido amigo siempre dijo que para que nadie lo descubriera. No tenía ganas ni motivos para andar dando explicaciones.
Así supo que hay una baldosa floja en la vereda de mi casa y que en la esquina las paredes son grises como el cielo en abril y hasta descubrió que hay rostros en la pared. Supo también que la ventana de la mujer que yo amaba no tenía bisagras. Y hasta se enteró cuánto le cuesta su pasado.
Recorrió los rincones por donde se tejieron historias y las tijeras que las descosieron. Existen bancos en la plaza varados en un tiempo sin tiempo. Están ahí, acechando a los habitantes. Ellos saben más que él pero no quieren contarle, no le van a contar. Y como todo buen habitante del silencio, José los respeta.
Es un tejido de calles la ciudad. Y él se perdió en ellas, se fundió en sus aceras para intentar, sólo intentar entender por qué la gente que habitaba la ciudad era como era, así, tan superficial, hoy descubro, que nunca lo pudo lograr, por eso esta loca idea de deambular por el país, la ciudad le quedó extremadamente pequeña para sus preguntas sin respuestas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario