Yo vivía tan cómodamente entre mis extremos, mis certezas y mi pila de palabras. Y vivía sola. Tenía pocas cosas, las imprescindibles, las necesarias. Una cama, una cocina, una heladera y una biblioteca. Dentro de ese universo mi equilibrio estaba seguro. Tenía mis fugas, mis períodos de oscuridad y maldad pero vivía y vivía bien. Y una tarde, una fatídica tarde, por culpa de un escritor, ella se asomó a la ventana. La vi. La vi pasar como una sombra sin alma pero seguí leyendo. A la noche, sin saber cómo, ella me miraba desde un estante de la biblioteca. Me sorprendió, sin embargo, hice lo que hago siempre cuando algo me sorprende, hice de cuenta que no había nadie más en mi casa, hice de cuenta que no pasaba nada raro ni extraordinario. Esa noche cené y me acosté temprano y ella seguía ahí, balanceándose muy a gusto en la biblioteca. Recuerdo que dormí mal, muy mal, soñé barbaridades, incoherencias con ella como protagonista. Me desperté antes de que sonara el despertador y ella (¡maldita sea!) estaba observándome desde mi mesa de luz sin luz (no soporto los veladores). Y desde esa madrugada gris ya no la pude apartar. Después del desayuno ya estaba instalada en mi cabeza, girando mis ideas tan bien puestas, y fue más, mucho más que un pensamiento. De un día para el otro ella se convirtió en todo. Ella, una simple y llana duda, cambió mi vida y mi visión del mundo. Y con ella vinieron más y más dudas. Y ahora son tantas que a veces, ni siquiera puedo dormir...
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