Ya ha pasado una semana, y recién ahora puedo escribir algo. Perdonen tanta tristeza, hoy es infinita mi tristeza. Hace una semana partió sin aviso María.
María ha sido el ángel guardián de mi niñez, fue cómplice de mis caprichos y mis escasas travesuras. Me ayudó a crecer sin que yo supiera cómo. Se mantuvo a mi lado siempre, y aún en las distancias supo acompañarme. Me amó como sólo saben hacerlo las tías solteronas, son un amor incondicional y siempre a la espera de mi llegada, sentada en el patio de la casa, debajo de una madreselva y al lado del viejo aljibe. Me amó, eso es lo que importa, y yo siempre, siempre sentí que la amaba, sólo que fui cambiando de camino hasta perderme en los años que pasaban. Nunca le dije que la amaba, eso fue lo que realmente nunca sucedió, pero ya es tarde, ya no puedo hacer nada, salvo escribirle en esta tarde para que todos sepan qué la amé.
Tuve la dicha de tenerla como tía, aunque nunca la llamé así, simplemente fue María, a secas. Tuve la dicha de que estuviera conmigo, de que viviera conmigo, tuve su presencia, su amor, su solidaridad, su simplicidad, su sonrisa, sus caricias, su mirada, y hasta sus miedos también fueron míos.
No puedo o no soy capaz de describir tanto dolor. Siempre hemos sido como almas gemelas, hemos nacido el mismo día, y no creo en las casualidades. Siempre guardaré como tesoro su mirada celeste.
Seguramente me acostumbraré a su ausencia, el consuelo llega con el tiempo pero mi tristeza infinita por su partida me acompañará por siempre.
Adiós María, mi señora de los gatos...
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