martes, 24 de febrero de 2009

Vacío...

Tenía un puñado de nudos en la garganta, respirar se volvía un desafío, como seguir adelante habitando una casa extremadamente vacía. Se volvieron estrechos los pasillos, las puertas, las ventanas, los sillones, la mesa, todo era vacío. No había espacios para ocupar, por donde pasar, todo era demasiado vacío. Y el vacío es un fantasma que va engordando con los recuerdos compartidos. Se traga cada espacio, cada rincón, se devora hasta los silencios del desvelo. Ni en sus cotidianos desvelos José podía sentarse a la sombra del reloj para fumarse un cigarrillo y llorar a sus santas. El vacío lo llenaba todo. Podía escuchar al silencio chocar contra las paredes.
Se desintegra en ese inagotable desatino, yo no sé qué más puedo hacer por él. Va de un rincón a otro de la casa, se consume dentro de esa melancolía, intenta distraer a su soledad con ciertas compañías pero no lo consigue, recorre todas las horas del bendito día sin más aire del que le regalan, es un abstracto fantasma deambulando por las oscuras habitaciones.
Lo vi sombrear con caricias todo ese espacio tan vacío, lo escuché gritar su nombre como llamándola por una ciudad en guerra, intentando hallarla sin ningún resultado. Navegó por el perturbador silencio del amanecer intentando no chocarse con su propia sombra, tratando de no pisar sus propias huellas. Necesitaba encontrarse con ella pero más necesitaba encontrarse con él mismo.
Igual que la luna al amanecer, se quedó postrado en la última mirada, en esa última milésima de segundo que lo abrazó. No reconoce a nadie, no le importa nadie, salvo ese dolor agobiante que le impide respirar. Ya no sabe si es de día o es de noche, permanece inmóvil en un desvelo perpetuo, y una sola mirada, sólo una mirada le caducó los sueños, le hipotecó su destino. Qué tristeza tan grande, tan indescriptiblemente grande.

jueves, 19 de febrero de 2009

Adiós María...

Ya ha pasado una semana, y recién ahora puedo escribir algo. Perdonen tanta tristeza, hoy es infinita mi tristeza. Hace una semana partió sin aviso María.
María ha sido el ángel guardián de mi niñez, fue cómplice de mis caprichos y mis escasas travesuras. Me ayudó a crecer sin que yo supiera cómo. Se mantuvo a mi lado siempre, y aún en las distancias supo acompañarme. Me amó como sólo saben hacerlo las tías solteronas, son un amor incondicional y siempre a la espera de mi llegada, sentada en el patio de la casa, debajo de una madreselva y al lado del viejo aljibe. Me amó, eso es lo que importa, y yo siempre, siempre sentí que la amaba, sólo que fui cambiando de camino hasta perderme en los años que pasaban. Nunca le dije que la amaba, eso fue lo que realmente nunca sucedió, pero ya es tarde, ya no puedo hacer nada, salvo escribirle en esta tarde para que todos sepan qué la amé.
Tuve la dicha de tenerla como tía, aunque nunca la llamé así, simplemente fue María, a secas. Tuve la dicha de que estuviera conmigo, de que viviera conmigo, tuve su presencia, su amor, su solidaridad, su simplicidad, su sonrisa, sus caricias, su mirada, y hasta sus miedos también fueron míos.
No puedo o no soy capaz de describir tanto dolor. Siempre hemos sido como almas gemelas, hemos nacido el mismo día, y no creo en las casualidades. Siempre guardaré como tesoro su mirada celeste.
Seguramente me acostumbraré a su ausencia, el consuelo llega con el tiempo pero mi tristeza infinita por su partida me acompañará por siempre.
Adiós María, mi señora de los gatos...